Este cuento es de espionaje, o mejor dicho esa era la intención, el resultado es más policial. Fue escrito originalmente para un reto de la página fantasiaepica.com que precisamente era sobre la temática del espionaje.
Eran las siete de la mañana y Daniel Lucceti esperaba en
una de las mesas más apartadas del café. Afuera el invierno se hacía sentir en
la forma de un gélido aliento tratando de entrar en los pocos caminantes que se
aventuraban por las calles. Los autos, también adormilados, circulaban
tranquilos en la casi deshabitada ciudad. El bar acababa de abrir; a excepción
de los encargados, nadie lo acompañaba en su desayuno. Ojeaba el periódico del
día anterior, actividad interrumpida solo por algún ruidoso y ocasional sorbo a
su taza de café. Las sombras de la noche aún no terminaban de ser desplazadas
por un sol enfermo. En el exterior todo lucía como una amenaza gris que
devoraba edificios enteros.
Las campanillas de la puerta tintinearon con suavidad, indicando que alguien había realizado el rudimentario acto de posar su mano sobre el picaporte para desplazar hacia adentro la placa rectangular de madera. El recién llegado llevaba un sobretodo gris y un sombrero negro bajo el cual asomaba su corta cabellera canosa. Tras recorrer brevemente el lugar con la vista fue a sentarse frente a Daniel. A su señal, uno de los empleados le llevó una taza de café negro y una medialuna dulce. El joven, impresionado por la presencia de aquel hombre que abarcaba hacia él todas las existencias que lo rodeaban, guardaba silencio.
—Buenos días, Pibe —le dijo con una voz cavernosa perdida en los confines del mundo.
—Buenos días, Señor.
Señor no dijo nada más. Se limitó a la taza de café que sorbía con calma, pero sin dejar de notar el temblor en las manos del Pibe. Los camareros mantenían distancia, mirándolos de reojo y sin atreverse siquiera a murmurar.
—Hoy es un bonito día para trabajar. Acórdate de esta mañana, hoy empieza todo —
Dicho esto se dedicó a comer la medialuna con calma.
Las campanillas de la puerta tintinearon con suavidad, indicando que alguien había realizado el rudimentario acto de posar su mano sobre el picaporte para desplazar hacia adentro la placa rectangular de madera. El recién llegado llevaba un sobretodo gris y un sombrero negro bajo el cual asomaba su corta cabellera canosa. Tras recorrer brevemente el lugar con la vista fue a sentarse frente a Daniel. A su señal, uno de los empleados le llevó una taza de café negro y una medialuna dulce. El joven, impresionado por la presencia de aquel hombre que abarcaba hacia él todas las existencias que lo rodeaban, guardaba silencio.
—Buenos días, Pibe —le dijo con una voz cavernosa perdida en los confines del mundo.
—Buenos días, Señor.
Señor no dijo nada más. Se limitó a la taza de café que sorbía con calma, pero sin dejar de notar el temblor en las manos del Pibe. Los camareros mantenían distancia, mirándolos de reojo y sin atreverse siquiera a murmurar.
—Hoy es un bonito día para trabajar. Acórdate de esta mañana, hoy empieza todo —
Dicho esto se dedicó a comer la medialuna con calma.
Sí, ese sería un gran día. Lo había leído en aquel breve
destello de orgullo que brilló en los ojos de su padre al salir de la casa. “Sé
lo que vas a hacer. No te detengas”. Pibe iba a ganarse el derecho a ser
llamado por su nombre.
Señor se limpió el almíbar de las manos con una de las servilletas y luego realizó el mismo movimiento monótono sobre su boca. Revisó su reloj: era la hora convenida. Arrugó el rectángulo de papel hasta convertirlo en una pequeña bola y la guardó en el bolsillo. Se puso de pie arrastrando la silla antes de indicarle al joven que lo siguiera. Ambos salieron a la amenaza gris que los envolvió en su halo de melancolía.
Señor se limpió el almíbar de las manos con una de las servilletas y luego realizó el mismo movimiento monótono sobre su boca. Revisó su reloj: era la hora convenida. Arrugó el rectángulo de papel hasta convertirlo en una pequeña bola y la guardó en el bolsillo. Se puso de pie arrastrando la silla antes de indicarle al joven que lo siguiera. Ambos salieron a la amenaza gris que los envolvió en su halo de melancolía.
Todo había comenzado un año atrás,
cuando aquella fatídica carta llegó a sus manos para llamarlo a combatir en
alguna fría trinchera del norte, a esperar que una granada lo volara en
pedazos. Su madre no dejó de llorar, pero su padre, con el semblante
inexpresivo como era su costumbre, tan solo salió de la casa sin decir nada y se
fue en el automóvil. No regresó esa noche, no estuvo allí para ver a la madre
limpiándose con el delantal, una y otra vez, los ojos rasgados que se mantenían
clavados en el piso. Después de que Daniel le diera un beso en la frente antes
de irse a dormir, estando ya en su cuarto, todavía podía escucharla dando
vueltas en la cocina y suspirando. A la mañana siguiente, cuando bajó a
desayunar, su padre ya había regresado y junto con él estaba el hombre que
Daniel llamaría Señor.
En invierno la noche cae más rápido, como un telón que marca el final del acto y cubre a los encargados del escenario para que lleven a cabo su labor. Labor en la que poco se detienen las personas al aplaudir pero sin la cual no sería posible el espectáculo.
El coche avanzaba con suavidad sobre la carretera levantando una ligera cortina de polvo que se volvía amarillenta bajo las luces del capot. A la izquierda se extendía un bosque de árboles frondosos y a la derecha el campo se mostraba más despejado. Señor conducía con tranquilidad, silbando una canción irreconocible para Pibe que, de manera instintiva, acababa de despertar. Fácilmente podía pensarse que se trataba de un padre con su hijo regresando a casa, pero allí el único lazo era del tipo “Ordenar y Obedecer”. Las luces del vehículo se apagaron de golpe, de no ser por la luna llena, la oscuridad se habría impuesto.
Varios metros más adelante Pibe distinguió las siluetas de varias personas moviéndose entre las sombras alrededor de otros autos. Solo entonces reparó en la enorme casa levantada en medio del campo.
Se detuvieron en seco. Una pequeña luz rojiza se acercaba a ellos como un fuego fatuo. Señor se mostraba indignado ante la presencia de aquel ser fantástico a la vez que comenzaba a introducir sus huesudos dedos dentro de los guantes negros. A Pibe no le costó distinguir las facciones del rostro que aferraba el cilindro canceroso en su boca.
El fuego fatuo cayó al piso al verse liberado de la presión de aquellos labios. Una fracción de segundo le llevó a Pibe asociar aquella falta de presión no con una falta de deseo por seguir saboreando el filtro, sino más bien con aquella detonación de dos fracciones de segundo atrás. El hombre se desplomó sobre el capot, su cuerpo se deslizó desde la superficie metálica hasta el suelo herboso, dejando a su paso una estela sangrienta que resplandecía bajo la luz de luna.
Señor no perdió tiempo. Se aferró a la manija de la puerta para lanzarse a tierra. Pese a la edad avanzada todavía sabía moverse. Pibe realizó el mismo acto, solo que con una torpeza evidente. Cayó al barro y se arrastró hasta quedar junto a su líder. Los demás agentes imitaron la reacción. Desde las ventanas de la casa emergían fogonazos constantes que retumbaban en los alrededores. Los tiradores eran profesionales, se notaba que habían estado en la guerra.
Señor, agachado y sosteniendo su sombrero, rodeó el vehículo para quedar al descubierto durante los breves momentos en los que sus enemigos recargaban. Aprovechó para ponerse a cubierto tras un árbol del jardín delantero. Hizo señas a sus hombres. Todos comenzaron a salir de sus escondites para buscar refugio en la floresta invernal del frente. Pibe dudó, sus rodillas no le respondían. En su mente veía la muerte del agente, intercalada con recuerdos de su salida del domingo con Carmelita, la hija del tendero. Un nuevo cuerpo caía al barro, una rosa roja brotaba en su pecho y empapaba la camisa, las manos perdidas en el alto pasto, húmedo por la llovizna ocasional.
—¡Movéte carajo!
La orden de Señor fue el quiebre. Sin ningún cuidado se lanzó hacia los árboles con los ojos cerrados. Los escasos metros fueron un desierto interminable de arena ardiente, poblado por fieras salvajes que rugían en sus oídos, las escamas metálicas por poco rozaron su piel. Supo que estaba a salvo cuando se golpeó contra la corteza del viejo árbol. Maldijo en voz alta y entre lágrimas. Nadie le prestaba atención, todos se concentraban en la casa y los fogonazos, que se reanudaron tras un breve cese.
Alguien le arrojó un rifle a Señor que lo atrapó con firmeza, salió de su escondite y abrió fuego. Una de las ventanas estalló, él ya se encontraba de nuevo tras el árbol. Los agentes también realizaban eventuales disparos hacia la casa, pero solo cuando Señor apretaba el gatillo había algún indicio de éxito, un lamento apagado, otro cese al fuego. La pistola de Pibe temblaba entre sus manos, pero sabía que debía hacer algo. Se asomó para ver mejor, la casa era una mole petrificada en medio del campo, una bestia de ojos luminiscentes que se abrían, ya no de manera constante sino ocasional.
El enemigo planeaba con cuidado, trataba que cada uno de sus ataques fuera certero. Un estallido a centímetros del rostro de Pibe lo hizo caer. Allí en el barro frío y gelatinoso, comenzó a llorar. Los disparos a su alrededor y las órdenes gritadas por Señor eran lo único que podía oír. Pero él se concentraba en otras cosas, en el paseo por la playa, el viaje de ida y vuelta en el auto de su padre. Toda una vida normal transmutada en aquel pequeño campo de batalla sin ninguna preparación emocional previa.
Una presencia a su lado. Señor lo observaba fijamente sujetando el arma. Se la entregó, él la reconoció, pero no recordaba su nombre. Un rifle liviano, de madera, no más de cinco kilos, casi un metro de largo. Con un peine de ocho cartuchos de los cuales siete ya habían sido disparados por Señor. En lo técnico no fallaba nunca, pero a la hora de aplicar su entrenamiento se las imaginaba negras.
—Ahí tenés. Hacéte hombre –dijo señalando uno de los costados de la casa.
Pibe vio como, bajo la quietud de la luna, una silueta huía de la mansión colina arriba. Si no hacía algo pronto, el criminal escaparía y por siempre sería una falta en su expediente que terminaría por causarle muchos problemas. Sentía las miradas sobre él y sabía que su Momento había llegado. Aferró el arma con fuerza. Echó el peso del cuerpo sobre la rodilla izquierda y en la derecha apoyó su brazo. Calmó la respiración, aún gimoteaba un poco.
Veía la silueta alejándose a un ritmo cada vez más desesperado, casi tropezando. La bestia de ojos luminiscentes había sido cegada. Ahora todos esperaban su accionar, listos para actuar en caso de que fallara. Su corazón se aceleró, la sonrisa de Carmelita seguida de unas palabras que no podía recordar, los cabellos castaños brillando bajo el sol y el mar de fondo. Casi podía sentir la brisa marina sobre su rostro junto a la madera de la culata.
El fugitivo llegó a la cima de la colina y volteó hacia ellos. A Pibe le pareció ver el destello de sus ojos, perdido en aquella primera noche de muchas. «Ahora» gritó alguien. Disparó. El cuerpo se retorció antes de caer rodando por la colina y se hizo silencio.
En invierno la noche cae más rápido, como un telón que marca el final del acto y cubre a los encargados del escenario para que lleven a cabo su labor. Labor en la que poco se detienen las personas al aplaudir pero sin la cual no sería posible el espectáculo.
El coche avanzaba con suavidad sobre la carretera levantando una ligera cortina de polvo que se volvía amarillenta bajo las luces del capot. A la izquierda se extendía un bosque de árboles frondosos y a la derecha el campo se mostraba más despejado. Señor conducía con tranquilidad, silbando una canción irreconocible para Pibe que, de manera instintiva, acababa de despertar. Fácilmente podía pensarse que se trataba de un padre con su hijo regresando a casa, pero allí el único lazo era del tipo “Ordenar y Obedecer”. Las luces del vehículo se apagaron de golpe, de no ser por la luna llena, la oscuridad se habría impuesto.
Varios metros más adelante Pibe distinguió las siluetas de varias personas moviéndose entre las sombras alrededor de otros autos. Solo entonces reparó en la enorme casa levantada en medio del campo.
Se detuvieron en seco. Una pequeña luz rojiza se acercaba a ellos como un fuego fatuo. Señor se mostraba indignado ante la presencia de aquel ser fantástico a la vez que comenzaba a introducir sus huesudos dedos dentro de los guantes negros. A Pibe no le costó distinguir las facciones del rostro que aferraba el cilindro canceroso en su boca.
El fuego fatuo cayó al piso al verse liberado de la presión de aquellos labios. Una fracción de segundo le llevó a Pibe asociar aquella falta de presión no con una falta de deseo por seguir saboreando el filtro, sino más bien con aquella detonación de dos fracciones de segundo atrás. El hombre se desplomó sobre el capot, su cuerpo se deslizó desde la superficie metálica hasta el suelo herboso, dejando a su paso una estela sangrienta que resplandecía bajo la luz de luna.
Señor no perdió tiempo. Se aferró a la manija de la puerta para lanzarse a tierra. Pese a la edad avanzada todavía sabía moverse. Pibe realizó el mismo acto, solo que con una torpeza evidente. Cayó al barro y se arrastró hasta quedar junto a su líder. Los demás agentes imitaron la reacción. Desde las ventanas de la casa emergían fogonazos constantes que retumbaban en los alrededores. Los tiradores eran profesionales, se notaba que habían estado en la guerra.
Señor, agachado y sosteniendo su sombrero, rodeó el vehículo para quedar al descubierto durante los breves momentos en los que sus enemigos recargaban. Aprovechó para ponerse a cubierto tras un árbol del jardín delantero. Hizo señas a sus hombres. Todos comenzaron a salir de sus escondites para buscar refugio en la floresta invernal del frente. Pibe dudó, sus rodillas no le respondían. En su mente veía la muerte del agente, intercalada con recuerdos de su salida del domingo con Carmelita, la hija del tendero. Un nuevo cuerpo caía al barro, una rosa roja brotaba en su pecho y empapaba la camisa, las manos perdidas en el alto pasto, húmedo por la llovizna ocasional.
—¡Movéte carajo!
La orden de Señor fue el quiebre. Sin ningún cuidado se lanzó hacia los árboles con los ojos cerrados. Los escasos metros fueron un desierto interminable de arena ardiente, poblado por fieras salvajes que rugían en sus oídos, las escamas metálicas por poco rozaron su piel. Supo que estaba a salvo cuando se golpeó contra la corteza del viejo árbol. Maldijo en voz alta y entre lágrimas. Nadie le prestaba atención, todos se concentraban en la casa y los fogonazos, que se reanudaron tras un breve cese.
Alguien le arrojó un rifle a Señor que lo atrapó con firmeza, salió de su escondite y abrió fuego. Una de las ventanas estalló, él ya se encontraba de nuevo tras el árbol. Los agentes también realizaban eventuales disparos hacia la casa, pero solo cuando Señor apretaba el gatillo había algún indicio de éxito, un lamento apagado, otro cese al fuego. La pistola de Pibe temblaba entre sus manos, pero sabía que debía hacer algo. Se asomó para ver mejor, la casa era una mole petrificada en medio del campo, una bestia de ojos luminiscentes que se abrían, ya no de manera constante sino ocasional.
El enemigo planeaba con cuidado, trataba que cada uno de sus ataques fuera certero. Un estallido a centímetros del rostro de Pibe lo hizo caer. Allí en el barro frío y gelatinoso, comenzó a llorar. Los disparos a su alrededor y las órdenes gritadas por Señor eran lo único que podía oír. Pero él se concentraba en otras cosas, en el paseo por la playa, el viaje de ida y vuelta en el auto de su padre. Toda una vida normal transmutada en aquel pequeño campo de batalla sin ninguna preparación emocional previa.
Una presencia a su lado. Señor lo observaba fijamente sujetando el arma. Se la entregó, él la reconoció, pero no recordaba su nombre. Un rifle liviano, de madera, no más de cinco kilos, casi un metro de largo. Con un peine de ocho cartuchos de los cuales siete ya habían sido disparados por Señor. En lo técnico no fallaba nunca, pero a la hora de aplicar su entrenamiento se las imaginaba negras.
—Ahí tenés. Hacéte hombre –dijo señalando uno de los costados de la casa.
Pibe vio como, bajo la quietud de la luna, una silueta huía de la mansión colina arriba. Si no hacía algo pronto, el criminal escaparía y por siempre sería una falta en su expediente que terminaría por causarle muchos problemas. Sentía las miradas sobre él y sabía que su Momento había llegado. Aferró el arma con fuerza. Echó el peso del cuerpo sobre la rodilla izquierda y en la derecha apoyó su brazo. Calmó la respiración, aún gimoteaba un poco.
Veía la silueta alejándose a un ritmo cada vez más desesperado, casi tropezando. La bestia de ojos luminiscentes había sido cegada. Ahora todos esperaban su accionar, listos para actuar en caso de que fallara. Su corazón se aceleró, la sonrisa de Carmelita seguida de unas palabras que no podía recordar, los cabellos castaños brillando bajo el sol y el mar de fondo. Casi podía sentir la brisa marina sobre su rostro junto a la madera de la culata.
El fugitivo llegó a la cima de la colina y volteó hacia ellos. A Pibe le pareció ver el destello de sus ojos, perdido en aquella primera noche de muchas. «Ahora» gritó alguien. Disparó. El cuerpo se retorció antes de caer rodando por la colina y se hizo silencio.
«Así se verá mi cara en unos años. Nada más que una máscara
de un hombre-cebolla que bajo capas y capas oculta la nada, el mismísimo vacío
existencial.» Eso pensaba Pibe bajo el porche de la casa, viendo a los agentes
llevándose los cuerpos sin pena ni dicha. Los acomodaron uno junto al otro
constatando que se encontraban en la lista.
Alguien salió de la casa buscándolo. Al verlo, le dijo que Señor lo estaba esperando en la biblioteca. En el salón principal, varios uniformados registraban planos y mapas, archivos de toda clase e incluso fotografías. Reunían nueva información sobre la organización cuya sede, una de tantas, acababan de exterminar. Pibe sabía que había llevado unos dos años dar con aquel escondite, nadie podía imaginar que su propietario estuviera involucrado con los conspiradores. El agente lo dejó frente a la puerta que ocultaba su destino.
Pibe tomó aire antes de entrar. Señor estaba ahí, rígido como una estatua de mármol, de espaldas a él. En una silla de bronce reluciente estaba sentado el responsable de toda aquella masacre. La Viuda, haciendo honor a su nombre, vestía completamente de negro, el rostro cubierto por el velo del cual asomaba el cabello rubio que comenzaba a blanquearse y las manos pálidas sobre su regazo. Descansaba allí un pequeño portarretratos de plata. El rostro de la fotografía estaba cubierto por los largos y pálidos dedos de la mujer.
Señor, al darse cuenta de la presencia del joven, lo dejó al cuidado para salir al pasillo. Lejos de la vista de todos, se derrumbó sobre la pared llevándose la mano al pecho agitado tal vez por un dolor agudo, tal vez por alguna enfermedad cardíaca o tal vez por simple y llana culpa. Comenzó a toser de manera seca y una pequeña flema asomó entre sus labios. Extrajo del bolsillo del sobretodo la misma servilleta que había usado esa mañana en el bar y se limpió los labios con rapidez. Algo instintivo le advertía que el tiempo se había cumplido. La hora de la noche, la hora de actuar, su hora, había llegado.
Estaba más tranquilo, al saber la proximidad del Momento y el final de Eso. Respiró aliviado. Volvió a entrar en la biblioteca, percibió de inmediato el cambio sutil en la posición de La Viuda y el movimiento todavía palpable de su ropa. Sonrió para sus adentros, sin dejar que la cara de hombre-cebolla cayera.
—¿Qué lleva a la esposa de un patriota a atentar contra el bienestar del país por el cual su esposo murió? —Preguntó al acercarse hasta la silla. Sus zapatos retumbaban en el piso de madera— ¿Qué la hace ayudar a escapar del campo de batalla a más de doscientos soldados en tres años? ¿Qué la hace conseguirles nuevas identidades en el extranjero?
Señor se detuvo frente a la mujer que había otorgado la libertad a tantos soldados cansados de pintar el campo de batalla con su sangre.
— Un ideal que le sonaría ridículo.
La voz era tranquila y afónica, cargada de dolor. Había muchos tonos y matices en ella, pero el miedo no era uno de ellos
—¿Un ideal?
—Sí, un ideal que sería tan sencillo de realizar, tan fácil de inculcar en las personas apelando al deseo de paz, pero a la vez tan difícil de conseguir.
—¿Cuál es ese ideal?
Hubo silencio antes de que la respuesta que ambos agentes esperaban oír fuera pronunciada.
—Creer que si todos los soldados del mundo desertaran al mismo tiempo, la guerra terminaría.
Pibe, que hasta ese momento se encontraba sumido en sus vacilaciones despertadas por lo que había visto esa noche, sintió el “clack” que indicaba a toda luz, que el revólver de Señor volvía a estar cargado. Sus ojos, ocultos bajo la sombra de las alas del sombrero, se perdían en la contemplación de su arma. Un nuevo “clack” al girar la recámara.
—Es un buen epitafio.
El disparo resonó en la casa y su fogonazo fue la última luz que brilló en su interior. Afuera las aves, que habían comenzado a ocupar sus lugares en los árboles del jardín, huyeron aterrorizadas ante la presencia de la muerte.
Alguien salió de la casa buscándolo. Al verlo, le dijo que Señor lo estaba esperando en la biblioteca. En el salón principal, varios uniformados registraban planos y mapas, archivos de toda clase e incluso fotografías. Reunían nueva información sobre la organización cuya sede, una de tantas, acababan de exterminar. Pibe sabía que había llevado unos dos años dar con aquel escondite, nadie podía imaginar que su propietario estuviera involucrado con los conspiradores. El agente lo dejó frente a la puerta que ocultaba su destino.
Pibe tomó aire antes de entrar. Señor estaba ahí, rígido como una estatua de mármol, de espaldas a él. En una silla de bronce reluciente estaba sentado el responsable de toda aquella masacre. La Viuda, haciendo honor a su nombre, vestía completamente de negro, el rostro cubierto por el velo del cual asomaba el cabello rubio que comenzaba a blanquearse y las manos pálidas sobre su regazo. Descansaba allí un pequeño portarretratos de plata. El rostro de la fotografía estaba cubierto por los largos y pálidos dedos de la mujer.
Señor, al darse cuenta de la presencia del joven, lo dejó al cuidado para salir al pasillo. Lejos de la vista de todos, se derrumbó sobre la pared llevándose la mano al pecho agitado tal vez por un dolor agudo, tal vez por alguna enfermedad cardíaca o tal vez por simple y llana culpa. Comenzó a toser de manera seca y una pequeña flema asomó entre sus labios. Extrajo del bolsillo del sobretodo la misma servilleta que había usado esa mañana en el bar y se limpió los labios con rapidez. Algo instintivo le advertía que el tiempo se había cumplido. La hora de la noche, la hora de actuar, su hora, había llegado.
Estaba más tranquilo, al saber la proximidad del Momento y el final de Eso. Respiró aliviado. Volvió a entrar en la biblioteca, percibió de inmediato el cambio sutil en la posición de La Viuda y el movimiento todavía palpable de su ropa. Sonrió para sus adentros, sin dejar que la cara de hombre-cebolla cayera.
—¿Qué lleva a la esposa de un patriota a atentar contra el bienestar del país por el cual su esposo murió? —Preguntó al acercarse hasta la silla. Sus zapatos retumbaban en el piso de madera— ¿Qué la hace ayudar a escapar del campo de batalla a más de doscientos soldados en tres años? ¿Qué la hace conseguirles nuevas identidades en el extranjero?
Señor se detuvo frente a la mujer que había otorgado la libertad a tantos soldados cansados de pintar el campo de batalla con su sangre.
— Un ideal que le sonaría ridículo.
La voz era tranquila y afónica, cargada de dolor. Había muchos tonos y matices en ella, pero el miedo no era uno de ellos
—¿Un ideal?
—Sí, un ideal que sería tan sencillo de realizar, tan fácil de inculcar en las personas apelando al deseo de paz, pero a la vez tan difícil de conseguir.
—¿Cuál es ese ideal?
Hubo silencio antes de que la respuesta que ambos agentes esperaban oír fuera pronunciada.
—Creer que si todos los soldados del mundo desertaran al mismo tiempo, la guerra terminaría.
Pibe, que hasta ese momento se encontraba sumido en sus vacilaciones despertadas por lo que había visto esa noche, sintió el “clack” que indicaba a toda luz, que el revólver de Señor volvía a estar cargado. Sus ojos, ocultos bajo la sombra de las alas del sombrero, se perdían en la contemplación de su arma. Un nuevo “clack” al girar la recámara.
—Es un buen epitafio.
El disparo resonó en la casa y su fogonazo fue la última luz que brilló en su interior. Afuera las aves, que habían comenzado a ocupar sus lugares en los árboles del jardín, huyeron aterrorizadas ante la presencia de la muerte.
Después de que la limpieza terminara, todos los agentes a
excepción de Pibe y Señor habían desaparecido. La casa era un montón de
escombros humeantes entre los cuales todavía asomaban algunas llamas. El
superior observaba el cielo estrellado, preparado para iniciar su discurso.
—Así es esto Pibe. O vas al frente o te dedicas a buscar desertores. No hay regla más sencilla. Son solo dos opciones. Siempre surge alguien que cree que es posible detener la guerra con estos jueguitos, pero la guerra es solo otra forma de matarnos entre nosotros. A la larga es igual a cualquier otra, solo que ocurre de golpe. Pero si queremos resistirla debemos tener un ejército fuerte. Hombres y mujeres se dejan la piel en el campo de batalla o en las fábricas todos los días. Ellos son héroes aún si mueren antes de poder jalar el gatillo. Los desertores en cambio, son cobardes que éstas organizaciones se esfuerzan en presentar como románticos rebeldes. Por eso evitamos que hablen en los medios, para que no hagan sentir mal a las personas, para que no las confundan más de lo que ya están. Dejemos que el pueblo ignore mientras nosotros nos encargamos de todo. Cuando la crisis pase sabrán la verdad y entonces hombres como yo tendrán el lugar que ellos crean justo.
Cierta sucesión de imágenes cotidianas a las que no les había prestado atención hasta el momento acudieron a su joven mente. Veía a los jóvenes repartiendo panfletos pacifistas y con un claro tinte de oposición al gobierno. Recordaba la figura siempre presente en las sombras de algún hombre que parecía leer el diario, pero que eventualmente lanzaba miradas fugaces a los jóvenes. Recordaba que unas semanas después los jóvenes desaparecían y no volvían a ser vistos.
—Pero…
—De vez en cuando uno de estos revolucionarios intenta influenciar a miembros del equipo. Nosotros nos damos cuenta, desde luego. Yo por ejemplo, tengo treinta años de experiencia encima. Es un brillo en la mirada, o una corriente en el cuerpo, un olor, sea como sea, nos damos cuenta. Pero no obligamos a nadie. Cada quien es libre de elegir lo que hace, pero claro está, ateniéndose a las consecuencias. Y para mí al menos, eso es justicia.
La carta en el bolsillo de Pibe se volvió repentinamente similar a una pesa que torcía su cuerpo y lo obligaba a inclinarse hacia las llamas de la mansión. Señor dio media vuelta y se dirigió al auto mientras que comenzaba con su elemental manera de encender un cigarrillo. Ahora podía fumar. Antes de llevarse el filtro a la boca volteó para ver de reojo al joven. «Léala, usted es joven y aún puede despertar. Conozca al hombre que acaba de matar.»
—Bueno, en realidad sí hay una tercera opción –dijo Señor raspando la cabeza del fósforo.
—¿Cuál?
Pibe saboreó la posibilidad de un escape a ese mundo sangriento en el que se acaba de iniciar y en el cual acababa de descubrir que no existían los héroes.
—La tenés enfrente.
Señor regresó al auto. Pibe tomó su decisión al reflejarse la hoguera en sus ojos. Tal vez una carta llena de palabras dulces o pasionales, tal vez la fotografía de una muchacha de rostro alegre sentada en la cerca de una granja en un hermoso día de primavera. Un sobre encomendado por La Viuda durante los breves segundos que Señor estuvo fuera de la biblioteca, una última esperanza o tal vez un último consuelo. Un sobre, al fin y al cabo, que él arrojó a las llamas.
Para Pibe era algo muy específico, era su tercera opción. Y la había dejado arder.
—Así es esto Pibe. O vas al frente o te dedicas a buscar desertores. No hay regla más sencilla. Son solo dos opciones. Siempre surge alguien que cree que es posible detener la guerra con estos jueguitos, pero la guerra es solo otra forma de matarnos entre nosotros. A la larga es igual a cualquier otra, solo que ocurre de golpe. Pero si queremos resistirla debemos tener un ejército fuerte. Hombres y mujeres se dejan la piel en el campo de batalla o en las fábricas todos los días. Ellos son héroes aún si mueren antes de poder jalar el gatillo. Los desertores en cambio, son cobardes que éstas organizaciones se esfuerzan en presentar como románticos rebeldes. Por eso evitamos que hablen en los medios, para que no hagan sentir mal a las personas, para que no las confundan más de lo que ya están. Dejemos que el pueblo ignore mientras nosotros nos encargamos de todo. Cuando la crisis pase sabrán la verdad y entonces hombres como yo tendrán el lugar que ellos crean justo.
Cierta sucesión de imágenes cotidianas a las que no les había prestado atención hasta el momento acudieron a su joven mente. Veía a los jóvenes repartiendo panfletos pacifistas y con un claro tinte de oposición al gobierno. Recordaba la figura siempre presente en las sombras de algún hombre que parecía leer el diario, pero que eventualmente lanzaba miradas fugaces a los jóvenes. Recordaba que unas semanas después los jóvenes desaparecían y no volvían a ser vistos.
—Pero…
—De vez en cuando uno de estos revolucionarios intenta influenciar a miembros del equipo. Nosotros nos damos cuenta, desde luego. Yo por ejemplo, tengo treinta años de experiencia encima. Es un brillo en la mirada, o una corriente en el cuerpo, un olor, sea como sea, nos damos cuenta. Pero no obligamos a nadie. Cada quien es libre de elegir lo que hace, pero claro está, ateniéndose a las consecuencias. Y para mí al menos, eso es justicia.
La carta en el bolsillo de Pibe se volvió repentinamente similar a una pesa que torcía su cuerpo y lo obligaba a inclinarse hacia las llamas de la mansión. Señor dio media vuelta y se dirigió al auto mientras que comenzaba con su elemental manera de encender un cigarrillo. Ahora podía fumar. Antes de llevarse el filtro a la boca volteó para ver de reojo al joven. «Léala, usted es joven y aún puede despertar. Conozca al hombre que acaba de matar.»
—Bueno, en realidad sí hay una tercera opción –dijo Señor raspando la cabeza del fósforo.
—¿Cuál?
Pibe saboreó la posibilidad de un escape a ese mundo sangriento en el que se acaba de iniciar y en el cual acababa de descubrir que no existían los héroes.
—La tenés enfrente.
Señor regresó al auto. Pibe tomó su decisión al reflejarse la hoguera en sus ojos. Tal vez una carta llena de palabras dulces o pasionales, tal vez la fotografía de una muchacha de rostro alegre sentada en la cerca de una granja en un hermoso día de primavera. Un sobre encomendado por La Viuda durante los breves segundos que Señor estuvo fuera de la biblioteca, una última esperanza o tal vez un último consuelo. Un sobre, al fin y al cabo, que él arrojó a las llamas.
Para Pibe era algo muy específico, era su tercera opción. Y la había dejado arder.