domingo, 12 de enero de 2014

La Tercera Opción

Este cuento es de espionaje, o mejor dicho esa era la intención, el resultado es más policial. Fue escrito originalmente para un reto de la página  fantasiaepica.com que precisamente era sobre la temática del espionaje.

Eran las siete de la mañana y Daniel Lucceti esperaba en una de las mesas más apartadas del café. Afuera el invierno se hacía sentir en la forma de un gélido aliento tratando de entrar en los pocos caminantes que se aventuraban por las calles. Los autos, también adormilados, circulaban tranquilos en la casi deshabitada ciudad. El bar acababa de abrir; a excepción de los encargados, nadie lo acompañaba en su desayuno. Ojeaba el periódico del día anterior, actividad interrumpida solo por algún ruidoso y ocasional sorbo a su taza de café. Las sombras de la noche aún no terminaban de ser desplazadas por un sol enfermo. En el exterior todo lucía como una amenaza gris que devoraba edificios enteros.
            Las campanillas de la puerta tintinearon con suavidad, indicando que alguien había realizado el rudimentario acto de posar su mano sobre el picaporte para desplazar hacia adentro la placa rectangular de madera. El recién llegado llevaba un sobretodo gris y un sombrero negro bajo el cual asomaba su corta cabellera canosa. Tras recorrer brevemente el lugar con la vista fue a sentarse frente a Daniel. A su señal, uno de los empleados le llevó una taza de café negro y una medialuna dulce. El joven, impresionado por la presencia de aquel hombre que abarcaba hacia él todas las existencias que lo rodeaban, guardaba silencio.
—Buenos días, Pibe —le dijo con una voz cavernosa perdida en los confines del mundo.
—Buenos días, Señor.
            Señor no dijo nada más. Se limitó a la taza de café que sorbía con calma, pero sin dejar de notar el temblor en las manos del Pibe. Los camareros mantenían distancia, mirándolos de reojo y sin atreverse siquiera a murmurar.
—Hoy es un bonito día para trabajar. Acórdate de esta mañana, hoy empieza todo —
Dicho esto se dedicó a comer la medialuna con calma.
Sí, ese sería un gran día. Lo había leído en aquel breve destello de orgullo que brilló en los ojos de su padre al salir de la casa. “Sé lo que vas a hacer. No te detengas”. Pibe iba a ganarse el derecho a ser llamado por su nombre.
            Señor se limpió el almíbar de las manos con una de las servilletas y luego realizó el mismo movimiento monótono sobre su boca. Revisó su reloj: era la hora convenida. Arrugó el rectángulo de papel hasta convertirlo en una pequeña bola y la guardó en el bolsillo. Se puso de pie arrastrando la silla antes de indicarle al joven que lo siguiera. Ambos salieron a la amenaza gris que los envolvió en su halo de melancolía.

Todo había comenzado un año atrás, cuando aquella fatídica carta llegó a sus manos para llamarlo a combatir en alguna fría trinchera del norte, a esperar que una granada lo volara en pedazos. Su madre no dejó de llorar, pero su padre, con el semblante inexpresivo como era su costumbre, tan solo salió de la casa sin decir nada y se fue en el automóvil. No regresó esa noche, no estuvo allí para ver a la madre limpiándose con el delantal, una y otra vez, los ojos rasgados que se mantenían clavados en el piso. Después de que Daniel le diera un beso en la frente antes de irse a dormir, estando ya en su cuarto, todavía podía escucharla dando vueltas en la cocina y suspirando. A la mañana siguiente, cuando bajó a desayunar, su padre ya había regresado y junto con él estaba el hombre que Daniel llamaría Señor.

            En invierno la noche cae más rápido, como un telón que marca el final del acto y cubre a los encargados del escenario para que lleven a cabo su labor. Labor en la que poco se detienen las personas al aplaudir pero sin la cual no sería posible el espectáculo. 
            El coche avanzaba con suavidad sobre la carretera levantando una ligera cortina de polvo que se volvía amarillenta bajo las luces del capot. A la izquierda se extendía un bosque de árboles frondosos y a la derecha el campo se mostraba más despejado. Señor conducía con tranquilidad, silbando una canción irreconocible para Pibe que, de manera instintiva, acababa de despertar. Fácilmente podía pensarse que se trataba de un padre con su hijo regresando a casa, pero allí el único lazo era del tipo “Ordenar y Obedecer”. Las luces del vehículo se apagaron de golpe, de no ser por la luna llena, la oscuridad se habría impuesto. 
           Varios metros más adelante Pibe distinguió las siluetas de varias personas moviéndose entre las sombras alrededor de otros autos. Solo entonces reparó en la enorme casa levantada en medio del campo. 
            Se detuvieron en seco. Una pequeña luz rojiza se acercaba a ellos como un fuego fatuo. Señor se mostraba indignado ante la presencia de aquel ser fantástico a la vez que comenzaba a introducir sus huesudos dedos dentro de los guantes negros. A Pibe no le costó distinguir las facciones del rostro que aferraba el cilindro canceroso en su boca. 
           El fuego fatuo cayó al piso al verse liberado de la presión de aquellos labios. Una fracción de segundo le llevó a Pibe asociar aquella falta de presión no con una falta de deseo por seguir saboreando el filtro, sino más bien con aquella detonación de dos fracciones de segundo atrás. El hombre se desplomó sobre el capot, su cuerpo se deslizó desde la superficie metálica hasta el suelo herboso, dejando a su paso una estela sangrienta que resplandecía bajo la luz de luna.
            Señor no perdió tiempo. Se aferró a la manija de la puerta para lanzarse a tierra. Pese a la edad avanzada todavía sabía moverse. Pibe realizó el mismo acto, solo que con una torpeza evidente. Cayó al barro y se arrastró hasta quedar junto a su líder. Los demás agentes imitaron la reacción. Desde las ventanas de la casa emergían fogonazos constantes que retumbaban en los alrededores. Los tiradores eran profesionales, se notaba que habían estado en la guerra.
            Señor, agachado y sosteniendo su sombrero, rodeó el vehículo para quedar al descubierto durante los breves momentos en los que sus enemigos recargaban. Aprovechó para ponerse a cubierto tras un árbol del jardín delantero. Hizo señas a sus hombres. Todos comenzaron a salir de sus escondites para buscar refugio en la floresta invernal del frente. Pibe dudó, sus rodillas no le respondían. En su mente veía la muerte del agente, intercalada con recuerdos de su salida del domingo con Carmelita, la hija del tendero. Un nuevo cuerpo caía al barro, una rosa roja brotaba en su pecho y empapaba la camisa, las manos perdidas en el alto pasto, húmedo por la llovizna ocasional. 
—¡Movéte carajo!
            La orden de Señor fue el quiebre. Sin ningún cuidado se lanzó hacia los árboles con los ojos cerrados. Los escasos metros fueron un desierto interminable de arena ardiente, poblado por fieras salvajes que rugían en sus oídos, las escamas metálicas por poco rozaron su piel. Supo que estaba a salvo cuando se golpeó contra la corteza del viejo árbol. Maldijo en voz alta y entre lágrimas. Nadie le prestaba atención, todos se concentraban en la casa y los fogonazos, que se reanudaron tras un breve cese. 
           Alguien le arrojó un rifle a Señor que lo atrapó con firmeza, salió de su escondite y abrió fuego. Una de las ventanas estalló, él ya se encontraba de nuevo tras el árbol. Los agentes también realizaban eventuales disparos hacia la casa, pero solo cuando Señor apretaba el gatillo había algún indicio de éxito, un lamento apagado, otro cese al fuego. La pistola de Pibe temblaba entre sus manos, pero sabía que debía hacer algo. Se asomó para ver mejor, la casa era una mole petrificada en medio del campo, una bestia de ojos luminiscentes que se abrían, ya no de manera constante sino ocasional. 
            El enemigo planeaba con cuidado, trataba que cada uno de sus ataques fuera certero. Un estallido a centímetros del rostro de Pibe lo hizo caer. Allí en el barro frío y gelatinoso, comenzó a llorar. Los disparos a su alrededor y las órdenes gritadas por Señor eran lo único que podía oír. Pero él se concentraba en otras cosas, en el paseo por la playa, el viaje de ida y vuelta en el auto de su padre. Toda una vida normal transmutada en aquel pequeño campo de batalla sin ninguna preparación emocional previa. 
            Una presencia a su lado. Señor lo observaba fijamente sujetando el arma. Se la entregó, él la reconoció, pero no recordaba su nombre. Un rifle liviano, de madera, no más de cinco kilos, casi un metro de largo. Con un peine de ocho cartuchos de los cuales siete ya habían sido disparados por Señor. En lo técnico no fallaba nunca, pero a la hora de aplicar su entrenamiento se las imaginaba negras. 
—Ahí tenés. Hacéte hombre –dijo señalando uno de los costados de la casa.
            Pibe vio como, bajo la quietud de la luna, una silueta huía de la mansión colina arriba. Si no hacía algo pronto, el criminal escaparía y por siempre sería una falta en su expediente que terminaría por causarle muchos problemas. Sentía las miradas sobre él y sabía que su Momento había llegado. Aferró el arma con fuerza. Echó el peso del cuerpo sobre la rodilla izquierda y en la derecha apoyó su brazo. Calmó la respiración, aún gimoteaba un poco.
           Veía la silueta alejándose a un ritmo cada vez más desesperado, casi tropezando. La bestia de ojos luminiscentes había sido cegada. Ahora todos esperaban su accionar, listos para actuar en caso de que fallara. Su corazón se aceleró, la sonrisa de Carmelita seguida de unas palabras que no podía recordar, los cabellos castaños brillando bajo el sol y el mar de fondo. Casi podía sentir la brisa marina sobre su rostro junto a la madera de la culata. 
           El fugitivo llegó a la cima de la colina y volteó hacia ellos. A Pibe le pareció ver el destello de sus ojos, perdido en aquella primera noche de muchas. «Ahora» gritó alguien. Disparó. El cuerpo se retorció antes de caer rodando por la colina y se hizo silencio.

«Así se verá mi cara en unos años. Nada más que una máscara de un hombre-cebolla que bajo capas y capas oculta la nada, el mismísimo vacío existencial.» Eso pensaba Pibe bajo el porche de la casa, viendo a los agentes llevándose los cuerpos sin pena ni dicha. Los acomodaron uno junto al otro constatando que se encontraban en la lista.
            Alguien salió de la casa buscándolo. Al verlo, le dijo que Señor lo estaba esperando en la biblioteca. En el salón principal, varios uniformados registraban planos y mapas, archivos de toda clase e incluso fotografías. Reunían nueva información sobre la organización cuya sede, una de tantas, acababan de exterminar. Pibe sabía que había llevado unos dos años dar con aquel escondite, nadie podía imaginar que su propietario estuviera involucrado con los conspiradores. El agente lo dejó frente a la puerta que ocultaba su destino.
            Pibe tomó aire antes de entrar. Señor estaba ahí, rígido como una estatua de mármol, de espaldas a él. En una silla de bronce reluciente estaba sentado el responsable de toda aquella masacre. La Viuda, haciendo honor a su nombre, vestía completamente de negro, el rostro cubierto por el velo del cual asomaba el cabello rubio que comenzaba a blanquearse y las manos pálidas sobre su regazo. Descansaba allí un pequeño portarretratos de plata. El rostro de la fotografía estaba cubierto por los largos y pálidos dedos de la mujer. 
            Señor, al darse cuenta de la presencia del joven, lo dejó al cuidado para salir al pasillo. Lejos de la vista de todos, se derrumbó sobre la pared llevándose la mano al pecho agitado tal vez por un dolor agudo, tal vez por alguna enfermedad cardíaca o tal vez por simple y llana culpa. Comenzó a toser de manera seca y una pequeña flema asomó entre sus labios. Extrajo del bolsillo del sobretodo la misma servilleta que había usado esa mañana en el bar y se limpió los labios con rapidez. Algo instintivo le advertía que el tiempo se había cumplido. La hora de la noche, la hora de actuar, su hora, había llegado.
            Estaba más tranquilo, al saber la proximidad del Momento y el final de Eso. Respiró aliviado. Volvió a entrar en la biblioteca, percibió de inmediato el cambio sutil en la posición de La Viuda y el movimiento todavía palpable de su ropa. Sonrió para sus adentros, sin dejar que la cara de hombre-cebolla cayera. 
—¿Qué lleva a la esposa de un patriota a atentar contra el bienestar del país por el cual su esposo murió? —Preguntó al acercarse hasta la silla. Sus zapatos retumbaban en el piso de madera— ¿Qué la hace ayudar a escapar del campo de batalla a más de doscientos soldados en tres años? ¿Qué la hace conseguirles nuevas identidades en el extranjero? 
            Señor se detuvo frente a la mujer que había otorgado la libertad a tantos soldados cansados de pintar el campo de batalla con su sangre. 
— Un ideal que le sonaría ridículo.
La voz era tranquila y afónica, cargada de dolor. Había muchos tonos y matices en ella, pero el miedo no era uno de ellos
—¿Un ideal?
—Sí, un ideal que sería tan sencillo de realizar, tan fácil de inculcar en las personas apelando al deseo de paz, pero a la vez tan difícil de conseguir.
—¿Cuál es ese ideal?
            Hubo silencio antes de que la respuesta que ambos agentes esperaban oír fuera pronunciada. 
—Creer que si todos los soldados del mundo desertaran al mismo tiempo, la guerra terminaría.
            Pibe, que hasta ese momento se encontraba sumido en sus vacilaciones despertadas por lo que había visto esa noche, sintió el “clack” que indicaba a toda luz, que el revólver de Señor volvía a estar cargado. Sus ojos, ocultos bajo la sombra de las alas del sombrero, se perdían en la contemplación de su arma. Un nuevo “clack” al girar la recámara.
—Es un buen epitafio.
           El disparo resonó en la casa y su fogonazo fue la última luz que brilló en su interior. Afuera las aves, que habían comenzado a ocupar sus lugares en los árboles del jardín, huyeron aterrorizadas ante la presencia de la muerte.


Después de que la limpieza terminara, todos los agentes a excepción de Pibe y Señor habían desaparecido. La casa era un montón de escombros humeantes entre los cuales todavía asomaban algunas llamas. El superior observaba el cielo estrellado, preparado para iniciar su discurso.
—Así es esto Pibe. O vas al frente o te dedicas a buscar desertores. No hay regla más sencilla. Son solo dos opciones. Siempre surge alguien que cree que es posible detener la guerra con estos jueguitos, pero la guerra es solo otra forma de matarnos entre nosotros. A la larga es igual a cualquier otra, solo que ocurre de golpe. Pero si queremos resistirla debemos tener un ejército fuerte. Hombres y mujeres se dejan la piel en el campo de batalla o en las fábricas todos los días. Ellos son héroes aún si mueren antes de poder jalar el gatillo. Los desertores en cambio, son cobardes que éstas organizaciones se esfuerzan en presentar como románticos rebeldes. Por eso evitamos que hablen en los medios, para que no hagan sentir mal a las personas, para que no las confundan más de lo que ya están. Dejemos que el pueblo ignore mientras nosotros nos encargamos de todo. Cuando la crisis pase sabrán la verdad y entonces hombres como yo tendrán el lugar que ellos crean justo.
           Cierta sucesión de imágenes cotidianas a las que no les había prestado atención hasta el momento acudieron a su joven mente. Veía a los jóvenes repartiendo panfletos pacifistas y con un claro tinte de oposición al gobierno. Recordaba la figura siempre presente en las sombras de algún hombre que parecía leer el diario, pero que eventualmente lanzaba miradas fugaces a los jóvenes. Recordaba que unas semanas después los jóvenes desaparecían y no volvían a ser vistos. 
—Pero…
—De vez en cuando uno de estos revolucionarios intenta influenciar a miembros del equipo. Nosotros nos damos cuenta, desde luego. Yo por ejemplo, tengo treinta años de experiencia encima. Es un brillo en la mirada, o una corriente en el cuerpo, un olor, sea como sea, nos damos cuenta. Pero no obligamos a nadie. Cada quien es libre de elegir lo que hace, pero claro está, ateniéndose a las consecuencias. Y para mí al menos, eso es justicia.
           La carta en el bolsillo de Pibe se volvió repentinamente similar a una pesa que torcía su cuerpo y lo obligaba a inclinarse hacia las llamas de la mansión. Señor dio media vuelta y se dirigió al auto mientras que comenzaba con su elemental manera de encender un cigarrillo. Ahora podía fumar. Antes de llevarse el filtro a la boca volteó para ver de reojo al joven. «Léala, usted es joven y aún puede despertar. Conozca al hombre que acaba de matar.»
—Bueno, en realidad sí hay una tercera opción –dijo Señor raspando la cabeza del fósforo. 
—¿Cuál?
            Pibe saboreó la posibilidad de un escape a ese mundo sangriento en el que se acaba de iniciar y en el cual acababa de descubrir que no existían los héroes.
—La tenés enfrente.
           Señor regresó al auto. Pibe tomó su decisión al reflejarse la hoguera en sus ojos. Tal vez una carta llena de palabras dulces o pasionales, tal vez la fotografía de una muchacha de rostro alegre sentada en la cerca de una granja en un hermoso día de primavera. Un sobre encomendado por La Viuda durante los breves segundos que Señor estuvo fuera de la biblioteca, una última esperanza o tal vez un último consuelo. Un sobre, al fin y al cabo, que él arrojó a las llamas. 
            Para Pibe era algo muy específico, era su tercera opción. Y la había dejado arder.

Asesinato de un doppleganger

La nieve acumulada en la arboleda reflejaba la luz de luna llena. Apuró sus pasos para no quedar atrapado en otra tormenta, su sombra iba delante. Un alfil negro sobre el blanco casillero. Algo chocó contra ella levantando una cortina de nieve. Un viejo búho alzó vuelo con un ratón entre sus garras. Lo perturbó pensar que su sombra había sido la última morada del roedor. Un nefasto Doppelgänger.
Sintió un dolor en el pecho. Palpó su abrigo y quedó congelado por lo que descubrió. Se desplomó presa del miedo.
           Lo encontraron muerto, con un orificio en el pecho.           

jueves, 2 de enero de 2014

Cuando cae la noche

El siguiente cuento, con el que inauguro el blog, es una historia de fantasía con tintes oscuros y viajes entre mundos. Es en gran parte un texto descriptivo, pero eso no quita que tenga momentos de acción. Que lo disfruten.             

                               

Mi estimado Tabhon, conociendo tu carácter sobreprotector y teniendo en cuenta el vínculo casi fraternal entre nosotros, sé que estarás preocupado por mi repentina desaparición. Desde lo más profundo de mí ser, te agradezco los esfuerzos que has de estar llevando a cabo para encontrarme. Sin embargo, te advierto sobre lo innecesario de ellos, pues donde estoy no podrán hallarme. O mejor dicho, darían con mi envoltorio material, mas la esencia que lo sustenta se encuentra lejos, más allá de los límites convenidos por nuestro mundano entendimiento.
Quiero disculparme por lo acontecido en los últimos meses, sé que he preocupado a todos con mi extraño comportamiento. Yo, el otrora jovial Nadhel Yussmel, me convertí en un ser taciturno que apenas aparecía en público. Con la mirada perdida, tocando el piano con la misma dedicación pero abstraído en ideas que celosamente guardaba en secreto. Incluso yo mismo me sorprendí al descubrirme meditabundo en varias ocasiones, donde mi ánimo debió estar puesto en asuntos de gran importancia. Creo que ha llegado la hora de revelarte el motivo, a ti, mi mejor amigo y confidente, con la esperanza de que si la empresa que me propongo falle, mi historia no caiga en el olvido.
Desde el comienzo de este año, y por increíble que parezca, me he visto arrebatado en sueños a una tierra distante y de atributos imposibles. Al principio creí que se trataba de simples pesadillas, pero a medida que los viajes continuaban, comprendí que en realidad, de alguna manera, mi ser había traspasado la frontera entre dos mundos, llevándome a un lugar que ruego nunca conozcas. Puedo imaginarme tu expresión al leer estas palabras, pero te pido paciencia.
Ese mundo es una tierra salvaje, fría y oscura donde el sol ha cedido su potestad a una estrella de enfermizo semblante. Una neblina grisácea se desprende del suelo lóbrego y la corrupción flota en el aire. Los árboles son como cuerpos putrefactos, y sus ramas los brazos que intentan alcanzar una salvación imposible. No puedes internarte en un bosque sin oír los múltiples lamentos que flotan en el éter, emitidos por los rostros deformes que sobresalen de las cortezas moribundas. Las bestias de los alrededores son tan temibles que describir una sola con claridad, requeriría más tiempo del que dispongo. Es como si alguna retorcida influencia hubiera mezclado garras y colmillos, pelos y escamas, sombras y fuego, para crear toda clase de vástagos retorcidos. Aquellos entes monstruosos rondan por doquier y su naturaleza antropófaga ha acabado con la humanidad.
Desconozco los acontecimientos que llevaron a la actual situación, pero juzgando por las numerosas ruinas, puedo decir que fue algo terrible. De hecho, una de las primeras veces que desperté en ese lugar, me encontraba dentro de una fortaleza caída. Enredaderas rojizas brotaban de sus muros y corrían por el suelo donde aprisionaban infinidad de huesos humanos. Partiendo de las herramientas que encontré desperdigadas en los corredores, pude darme una idea de que aquella civilización había logrado crear una nueva tecnología. Una que como descubriría más adelante, combinaba ciencia y espíritu.
Del tétrico escenario pude tomar tres cosas con las cuales enfrentaría los peligros que se cernirían sobre mí en los siguientes meses. Una pequeña antorcha de cristal azul, capaz de despejar la niebla, una lanza expansible con una punta del mismo material que libera una llamarada muy efectiva contra los monstruos. El tercer objeto fue una simple espada de uso secundario en los guerreros de aquel mundo. Sin embargo, entenderás que al ser más cercana a las leyes de nuestra realidad, se volvió primaria para mí. El kupaik, así se llama la lanza, es más efectivo, pero para liberar su poder se necesita de mucha concentración. De hecho, todo lo relacionado con aquel resplandor azul requiere de cierta habilidad mental, incluso la antorcha.
Fue gracias a mis constantes enfrentamientos que gané la suficiente experiencia  para manejar tales herramientas. Y son esos mismos enfrentamientos la causa de que en tantas ocasiones despertara herido y cubierto de sangre. Imagino que todos habrán pensado que se trataba de las cuentas que me pasaba alguna clase de vida nocturna y licenciosa. Mi silencio no ayudó a despejar tales dudas, pero debes entender que en un principio creí estar acercándome a la locura, sino había caído ya en ella. Pero ahora puedo asegurar que realmente tengo una segunda vida en otro mundo.
Tales viajes sólo se producen durante mis sueños. Cuando cae la noche, mis ojos se cierran y todo sucede. Mas cuando el sol ya nos regala su calor, regreso aquí.

Varios días permanecí en la fortaleza, creyendo que era seguro. Me encontraba en uno de sus balcones, contemplando a La Única, el frío astro que apenas ilumina las penumbras, cuando oí con toda claridad una voz en mi cabeza. Susurró unas palabras desesperadas y acto seguido el conocimiento llegó a raudales, al menos el necesario para la misión que me esperaba. Aprendí que quedarse mucho tiempo en un lugar era peligroso pues criaturas cada vez más peligrosas llegarían atraídas por mi presencia.
Hay una distinción entre Antropófagos, aquellos que matan el cuerpo, y Potestades, aquellas que matan el alma. Las segundas son escasas pero el doble de temibles. No puede saberse cuando aparecerán y aquellos que caen en sus manos sufren tormentos eternos.
La voz había llegado para advertirme que debía abandonar la fortaleza de inmediato. Una vez que hubo desaparecido, me acerqué al barandal y observé la frondosa espesura de la que surgían toda clase de rugidos infrahumanos. Una presencia asesina se acercaba veloz, indicio de que mi estadía allí había terminado. Escapé a través de un agujero en uno de los muros posteriores, ya que de usar la entrada principal me habría encontrado con aquella horda de Antropófagos.
Corrí con todas mis fuerzas por el terreno escarpado que descendía con brusquedad através de un espeso enramado. Las armas, para mi sorpresa, eran tan livianas que no entorpecían el avance y la antorcha, colgada de mi cinturón, dejaba bastante clara la visión como para evitar tropiezos.
Al terminar el descenso mis pies se vieron inmersos en las aguas verdosas de un burbujeante lago hediondo. Un vaho grisáceo se desprendía de su superficie y en medio de él podía apreciar los contornos de seres reptilianos que retozaban tranquilos. Una de las draconianas cabezas giró hacia mí antes de desaparecer en aquel repugnante escenario.
Una bandada de cuervos pasó volando sobre mi cabeza, sus negras siluetas pronto se perdieron en la noche infinita. Fue ahí que distinguí una gran estructura que sobresalía en la orilla. Con la antorcha pude ver que se trataba de la entrada a alguna clase de dominio subterráneo. Sabía que era arriesgado, pero no tenía opción, ya que no había donde esconderse y el fragor infrahumano llegaba ahora desde la pendiente.
La llama azul apenas hacia mella en las sombras que parecían querer devorarme a medida que bajaba por las escaleras de piedra musgosa. Tenía que avanzar con mucho cuidado para no resbalar y aún así estuve a punto de hacerlo en varias ocasiones. Los sonidos del exterior fueron desapareciendo y solo podía oír mi respiración y el retumbar de las botas contra las piedras. Del techo caían gotas que se suicidaban contra las filosas rocas y junto a estas yacían huesos de diversas naturalezas.
Debió transcurrir una hora que me pareció eterna, hasta que llegué a un jardín subterráneo. Recuerda lo que he dicho más arriba sobre la vegetación y podrás darte una idea de que clase de jardín era.
No tuve tiempo de nada, pues apenas hube dado unos pasos, oí un grito lastimero, como el de un condenado que enfrenta los peores tormentos. Lo seguí, por el hecho de que era humano, hasta llegar a un claro donde tenía lugar un horrendo espectáculo. Algo que parecía haber sido una persona en tiempos remotos, con la piel pálida y él cabello sucio, se arrastraba por el suelo cubierto de espinas para colocarse junto a una mujer que permanecía de pie. Ella observaba el espectáculo con una sonrisa en sus gruesos labios. Cuando él llegó a su lado, se puso de rodillas y reclinó su rostro cubiertos de barro y lágrimas sobre su vientre desnudo. Ella entonces se dedicó a acariciar sus cabellos de una manera tan amorosa que no permitía sospechar lo que estaba por ocurrir.
Hubo una especie de sonido similar al de un estómago indigesto, cuando el vientre de la mujer se abrió en dos formando una enorme mandíbula repleta de colmillos. La cabeza del hombre desapareció en su interior y su cuerpo decapitado cayó al sueloMás adelante surgiría en aquel lugar uno de aquellos árboles cadavéricos que son acosados día y noche por la putrefacción y los gusanos. Bajo los pies venosos de ese monstruo se formó un charco de sangre que la tierra bebió gustosa. Quise huir, pero estaba paralizado del terror. 
Ella volteó su rostro hacia mí y al ver sus ojos comprendí que no se trataba de un Antropófago, sino de una Potestad. Sus pupilas eran espejos que devolvían imágenes extrañas y cautivantes. Pese a que tenía miedo, algo me forzaba a acercarme, quería saber que era lo reflejado más que nada en el mundo. Sin que me diera cuenta, mis pies avanzaron solos hasta el verdugo que me llamaba con delicados gestos. Un ardor impío empezó a recorrer mi cuerpo, haciéndolo ceder ante su propio peso.
La visión que daban aquellos ojos se volvía más clara a medida que avanzaba. Veía un camino através de las montañas, precedido por un bosque colosal bordeado por un río humeante, y más allá de ambos un viejo puente colgante. Y superando todo eso, una enorme torre con una sola ventana en la punta, que también atravesé. Me vi entonces en una lujosa habitación de mármol repleta de cojines coloridos y suaves. Y recostada en uno de ellos, estaba la persona que me había advertido que huyera de la fortaleza.
Era una mujer de nuestra misma edad, con una larga cabellera plateada derramada sobre su espalda. La rosada piel estaba cubierta por una larga prenda blanca que parecía hecha de gasa semitransparente. Los brazaletes de sus muñecas tintineaban cada vez que se movía y sus ojos eran zafiros con destellos dorados. En su frente llevaba incrustado un cristal verde esmeralda de forma romboidal. Al verme se puso de pie alarmada y corrió hacia mí. Colocó sus bellas manos sobre mi pecho y me empujo, como si me mandara fuera.
Aparecí de nuevo en aquel retorcido jardín y frente a mi estaban aquellas fauces estomacales. Me arrojé hacia atrás a la vez que extraía el kupaik. Antes de que la Potestad pudiera reaccionar introduje la mortífera arma entre esos colmillos amarillentos. Una llamarada azul estalló en su interior y haces de luz emergieron violentos de su boca y ojos. Lanzó un grito de dolor que retumbó en la lúgubre estancia. Su rostro empezaba a deformarse en un rictus de dolor. Con todas las fuerzas que tenía aferre el arma mientras ese cuerpo femenino se agrietaba con violencia hasta convertirse en cenizas. 
De pronto desperté en mi habitación, aquí en este mundo, cubierto de sudor y agitado, el corazón amenazando con abandonar la cavidad torácica. Mis dedos me dolían por la fuerza con la que había aferrado el kupaik y sentía un malestar en el estómago. Incluso había levantado algo de fiebre y todos mis movimientos necesitaban de un esfuerzo enorme. Pero había algo muy placentero que opacaba las monstruosas imágenes que acababa de presenciar y era el rostro de la mujer. Incluso podía sentir el calor de sus manos sobre mi pecho.

Episodios como ese han tenido lugar todas las noches desde hace mucho. Siempre es lo mismo, aparezco en esa tierra corrompida y me veo forzado a enfrentarme con la muerte que asecha de tantas maneras. Sin embargo, desde aquel acontecimiento las cosas cambiaron. Comprendí el camino que debía seguir para llegar frente a la persona responsable de mis viajes. Eso fue lo que la Potestad del lago me mostró, su naturaleza es atraer a las personas con lo que desean, en mi caso quería respuestas. Son sus hijos, los reptiles que retozan en el lago, quienes se encargan de capturar a sus victimas y llevarlas ante su presencia. Si no lo hicieron conmigo fue porque comprendieron que llegaría allí por mis propios medios. Sus mentes salvajes deben haberse divertido mucho con la ironía de que buscando refugió del tigre, llegará a la guarida del dragón.
Nota que me refiero a ella en presente, esto se debe a que es imposible asesinar a las Potestades, a lo mucho puede herírselas lo suficiente como para escapar. Ese es otro de los grandes factores que favorecieron la derrota de la humanidad en ese mundo.
La siguiente vez que regrese ya no me encontraba en su morada y asumo que se debe a la influencia de la mujer de la torre. El lugar en que estaba era una pequeña cueva en una región rocosa. El viento gélido hacía eco entre los riscos y acantilados de los alrededores. Desde allí pude contemplar a lo lejos, perdidas en el horizonte, las mismas montañas que en mi visión. Las respuestas y tal vez la solución, se encontraban en esa dirección. No me quedaban dudas de que ese era el camino a seguir y enfilé mis pasos, sabiendo que mi vida estaría en juego en numerosas ocasiones. Pero también sabía que si quería sobrevivir no tenía otra alternativa.
He visto infinidad de cosas asombrosas y los monstruos más temibles. Los Horrores que reptan sobre sus espaldas, la morada del Drogol, que con sus aullidos es capaz de arrancar el alma. Las Abominaciones de tres caras, Los Coros de los Alludiah en las ruinas antiguas. Incluso bestias cuadrúpedas con tentáculos en lugar de cabeza. Y todo esto no sería ni la mitad del viaje que hace ya tanto tiempo he emprendido.
Gracias a que en todo este tiempo me he estado acercando al lugar donde se encuentra prisionera la muchacha, nuestro vínculo se ha vuelto más estrecho. Como consecuencia, ahora soy capaz de oír su voz y ella la mía. Las conversaciones que mantenemos son el único consuelo que tengo en ese mundo devastado y lo que me impulsa a continuar.
Su nombre es Sildhara, última Manipuladora de La Flama Azul. Su gente fue la que descubrió la ciencia espiritual con la que los humanos se defendieron de los Antropófagos durante La Gran Guerra. Ella solo conoce estos acontecimientos por lo que le ha contado su madre, ya que nació durante los últimos años de la civilización. Con la esperanza de salvar a su hija, la Gran Manipuladora la encerró en aquella torre construida con los conocimientos de su orden. Gracias a eso ha resistido todo este tiempo a los monstruos y Potestades, que día y noche la asedian.
Atrapada en ese solitario recinto, sólo podía dedicarse a ganar más conocimiento y poder con la esperanza de que esto le permitiera superar su situación. Con el correr de los años obtuvo la maestría necesaria para servirse del corazón energético de la torre, ampliando así el alcance de sus poderes. Fueron años de búsqueda desesperada, lanzando un llamado psíquico que recorrió sin éxito sus tierras. Pero esta habilidad funciona si el llamado es recibido por alguien que sea compatible con el manejo de la Flama Azul.
Al ver que no recibiría ayuda de su mundo, probó una alternativa más desesperada aún. Utilizando gran parte del poder de la torre amplificó su llamada, superando los límites del espació y tiempo. El resultado fue inesperado. No sólo logró contactar con alguien de otras tierras, sino que además lo ligó a su mundo.
Ya te imaginaras cual es la empresa a la que me refería en el comienzo de esta carta. Si tan solo pudieras oírla, como se lamenta de haberme arrastrado a esta pesadilla, todas las lágrimas que ha derramado cuando he estado al borde de la muerte. En esos momentos algo se enciende en mí y siento el deseo de abrazarla, de fundir mis labios sobre los suyos, consolarla. Es un ser tan inocente, la ilusión con la que escucha las cosas más triviales de nuestro mundo. No. Simplemente no alcanzan las palabras para describirla.
Por eso mi amigo, te comunico, para que ya no te quepan dudas, que estoy en la obligación de ir a su encuentro. Y eso es lo que espero lograr esta misma noche en la que imagino, habrás recibido esta carta. No se que vaya a pasar, pero vivir sin Sildhara ya me es imposible. El vínculo es muy diferente al amor que tantas veces creí conocer en el rostro y voz de alguna dama de alcurnia.
Mi amigo, me despido pues la noche está próxima y el tiempo apremia. Desde que Sildhara utilizó los poderes de la torre para entablar contacto conmigo, las defensas de esta han sufrido una merma considerable. No es posible saber cuanto durará su refugió. Si no vuelves a saber de mí, ya podrás imaginarte lo que ha ocurrido. Mas te pido que ores, para que la próxima vez que nos encontremos, ella se encuentre conmigo.
Se despide, tu amigo Nadhel Yussmel.


Con pasos firmes avanzó sobre el terreno pedregoso donde crecían pastos grisáceos. La Única permanecía silenciosa en las alturas, había sido testigo de la larga odisea del joven durante los últimos meses y esperaba un final digno. Desenvainó la espada, reluciente en sus manos callosas y desató el nudo de su capa. La misma se meció en el viento hasta posarse con suavidad sobre una roca.
Después de tanto tiempo, la torre finalmente estaba frente a él. Una enorme estructura de cien metros de alto donde resplandecía la luz del cuarto de Sildhara. Sus bordes eran redondeados y lisos, un todo orgánico en el que no podían precisarse los elementos constitutivos. Tenía un brillo azulado que iluminaba un rango de cien metros; era el campo que mantenía alejados a los Antropófagos y Potestades.
Le sorprendía que no hubiera un ejército de monstruos listos para atacarlo. Por algún motivo el asedio se había detenido y parecían dejarle el camino libre. Sintió el deseo de gritar el nombre de Sildhara, pero sería inútil, la ventana estaba demasiado lejos. Tendría que conformarse con la llamada mental. La realizó y esperó, pero la respuesta fue un silencio desgarrador. Apresuró su marcha.
Fue entonces que se dio cuenta que el suelo estaba lleno de numerosas grietas oscuras. Apenas se acercó, una brisa pestilente le golpeó el rostro y por experiencia dio un salto hacía atrás. Justo en ese momento, una masa negruzca y burbujeante surgió por todos los orificios. En ella flotaban infinidad de ojos rojizos y pequeñas bocas espumosas llenas de colmillos. El éter colapsó de un aura asesina, como si una presencia perversa se enseñoreara del lugar. Tan poderosa que no era extraño que los demás monstruos huyeran, suponiendo que no habían sido devorados.
La Potestad comenzó a reunirse en una sola masa. Nadhel observaba impactado como aquella cosa infernal se moldeaba en un cuerpo humano. Hubo un gran resplandor oscuro y al extinguirse, había frente a él un guerrero de negra armadura. Las placas de metal tenían formas retorcidas, similares a picos y garras. El casco era liso y en él se reflejaba el rostro de Nadhel.
El susurro de la brisa rompió contra sus cuerpos. No había necesidad de diálogo ni presentación, ese era el último desafío. Ambos contendientes se lanzaron a la carrera y cuando sus espadas chocaron las chispas volaron. La hoja reluciente del joven temblaba contra la de su rival que se mantenía firme y amenazante. Usar el kupaik era mejor opción, pero no podría reunir la concentración necesaria en un combate como ese.
La Potestad alzó la mano libre a la altura de su pecho y sin darle tiempo, expulsó una gran corriente de energía. Nadhel fue arrastrado varios metros hacia atrás, abriendo profundos surcos en la tierra. Al reaccionar, su rival ya caía sobre él lanzando un fuerte corte horizontal. Gracias a su agilidad el filo de la hoja pasó a milímetros de su estómago. Sin perder la compostura, se dedicó a desviar los ataques que tenían la única finalidad de medir fuerzas.
Los movimientos eran tan veloces que Nadhel pensó que, era muy posible que el ser perteneciera a la clase de los que absorbían esencias. De ser así todo tenía sentido; los Antropófagos se habían retirado para evitar ser devorados. Seguramente ese había sido el destino de incontables humanos a manos de esa Potestad, y junto con sus vidas había tomado sus experiencias en combate. Su verdadero rival era la experiencia de todas esas vidas reunidas en un solo cuerpo profano.
El brazo acorazado se extendió, listo para liberar otra ráfaga de energía. Mas el joven se agachó a tiempo, el ataque apenas meció sus cabellos. Antes de darle tiempo a nada, lanzó contra la criatura una nueva puñalada, pero esta hizo girar su espada y lo detuvo. Nadhel la observaba frustrado, veía el reflejo de su rostro consumiéndose en ira y desesperación. De repente, fue como si la Potestad gruñera con tal fuerza que el sonido hizo eco contra el metal de su casco. El joven sintió el estruendo perforando sus oídos, la cabeza le dio vueltas y su visión se volvió doble. El enemigo aprovechó su desconcierto para darle una patada que lo lanzó a una gran distancia. La espada escapó de sus manos, podía sentir la sangre en la boca.
Su espalda colisionó contra una de las grandes rocas de los alrededores. Trató de incorporarse pero al levantar la vista, la Potestad ya se encontraba junto a él. Desesperado trató de golpearla con su puño, pero el frió guantelete atrapó el ataque. Los dedos como garras se hundieron en su piel con suficiente violencia para destrozarle los tendones de la mano. La misma sucumbió ante la fuerza infrahumana, convertida en una masa amorfa de hueso y carne. Nadhel se retorció de dolor mientras era empujado nuevamente contra la roca. La mano de la Potestad se posó sobre su pecho y el aire alrededor comenzó a temblar. Una tercera ráfaga de energía sacudió su cuerpo con toda la violencia que era posible. Pudo sentir sus órganos convirtiéndose en una pasta casi líquida, la sangre libre del control de las venas corría por todo su cuerpo.
La roca tras él estalló en pedazos y él cayó entre ellos, quedando cubierto por la niebla. Sintió algo partiéndose en dos; el kupaik. La criatura, sin inmutarse, se inclinó sobre él. Las placas metálicas rechinaban ante sus elegantes movimientos, la capa sangrienta ondeaba tétrica en la gélida brisa. El resplandor de La Única recorría la hoja de su espada.
Creyó perdidas todas las esperanzas, pero justo entonces sintió la voz de Sildhara en su cabeza. Oírla fue como un manantial de vida en las tinieblas. Pero no se imaginaba las palabras que estaba a punto de pronunciar.
—Nadhel, perdóname. Por mi culpa esta sucediendo todo esto —parecía a punto de quebrarse—. Pero es hora de que haga algo.
—Sildhara…
—Gracias por todo. Arriesgaste tu vida en muchas ocasiones y aquí te devuelvo lo que has hecho. Esa Potestad es muy poderosa, pero la torre conserva suficiente energía cómo para debilitarla. Si todo funciona como espero se verá obligada a retirarse.
—Tú…
La Potestad posó con delicadeza su espada sobre el cordón que sujetaba la antorcha a su cinto. Lo cortó con precisión y usando su arma como palanca la lanzó lejos. Se preparaba para absorberlo. 
—No te preocupes, la Flama Azul tiene capacidades regenerativas y con toda la que pienso lanzar también bastara para curarte.
—Y entonces ¿Qué?
—Nadhel, tú puedes regresar a tu mundo, pronto saldrá el sol. Y sin el poder de la torre, será la última vez que vengas aquí.
—Pero entonces tú…
La entidad comenzó a descomponerse, regresando a su estado viscoso, reptando sobre el cuerpo del joven. Los pequeños colmillos se incrustaron en su piel. Contuvo los gritos de dolor al sentir como la espuma lo carcomía. Ya casi no le quedaba tiempo, se sentía desvanecer en las sombras de la muerte que eran más cálida que aquel mundo de pesadilla.
Fue entonces que la torre brilló con gran fuerza a medida que su puerta se abría. La Potestad pareció darse cuenta de lo que sucedía, pero no pudo hacer nada. Una ola de fuego azul se lanzó sobre ambos con tal violencia que la luz encegueció al joven por unos momentos. Todo a su alrededor pareció arder, pero en vez de sentir dolor, su cuerpo comenzó a sanar. Era una calidez tan placentera que por unos segundos pareció quedarse dormido. En medio de aquel calor pudo sentir a Sildhara y su amor rodeándolo.
         
Tambaleante se acercó a la entrada de la torre, pese a que su interior había sido curado por la flama, casi no tenía fuerzas. Pero los cálculos de la mujer habían fallado, no todo su cuerpo había sanado. La mano  izquierda aún era un muñón amorfo, aunque no sangraba. No quería pensar en eso, sólo necesitaba entrar a la torre.
La tierra temblaba por las pisadas de las hordas antropófagas que se acercaban. Alentadas al percibir que la Potestad se había retirado y que las defensas de la torre habían caído. 
Cruzó el umbral, quedando en un amplió circulo en cuyo centro se encontraba una ancha escalera de caracol. En el suelo yacía ella, la mujer por la que había enfrentado los más terribles desafíos. La cabellera plateada desparramada entre las baldosas como un remolino de estrellas. Se arrodilló a su lado y la tomó entre sus brazos, acariciando el delicado rostro con la mano sana. En persona era aún más bella que aquella primera y única visión. Acercó sus labios a los suyos y la beso con delicadeza, las lágrimas brotaron de sus ojos y cayeron en las mejillas, pálidas por el esfuerzo reciente. Podía sentir los latidos de su corazón contra su cuerpo, sólo estaba inconciente.
Algo se enroscó alrededor de su cuerpo; un frío tentáculo lo separó de su amada, arrastrándolo al exterior. Los Antropófagos estaban allí. Estiró el brazo derecho tratando de hacer durar lo más posible el contacto entre ambos. Los resquicios energéticos de la torre chispeaban en los rincones. En el umbral los horrores luchaban frenéticos por ser los primeros en ingresar.
Su mano fue recorriendo la de Sildhara hasta que solo la rozaba con las yemas. Le pareció que los dedos de ella se movieron con suavidad, justo cuando se tocaban por las puntas y entonces hubo una gran explosión. Un calor familiar envolvió su cuerpo y lo siguiente que supo fue que la luz del sol rociaba sus ojos. Una vez más se encontraba en la habitación de la residencia que había ocupado los últimos meses. Un lugar tranquilo y apartado donde nadie podría haber interrumpido su empresa.
No podía mover su cuerpo, le dolía demasiado. No necesitaba ver su brazo para saber que había perdido la mano izquierda para siempre. Pero la verdadera herida estaba en el alma, al saber perdida a su amada. En su mente, era imposible concebir la vida sin Sildhara a su lado. 
Unas lágrimas amargas llenaron sus ojos y se disponían a rebalsarlos. Fue ahí que sintió el calor y la suavidad de una mano inmaculada contra su mejilla. Volteó el rostro expectante y lo que vio junto a él, en aquella tullida cama, lo hizo sonreír.